Beisbol y poesía, las otras dos grandes pasiones de Sánchez Ferrusca

Aparte de la política y el periodismo, Carlos Sánchez Ferrusca tenía dos grandes pasiones en las cuales no escatimaba en gastos: el beisbol y la poesía. Para él, el futbol era deporte de cobardes, aunque acompañaba en ocasiones a su hijo Juan Carlos al estadio.

Gracias a que tuve el privilegio de ser su amigo, fui testigo de dichas pasiones en muchas ocasiones, pero sobre todo, cuando tuvo su despacho en la avenida Juárez, en San Juan del Río, donde a veces se la pasaba hasta ocho horas pegado al televisor cuando iniciaban los play off de las Grandes Ligas. Ahí comía y se emocionaba como niño con las ponchadas, los jonrones, las bases por bola; y claro, fiel a su estilo, pendejeaba a alguno de los jugadores cuando erraba. Para Carlos, el beisbol era un juego de altísima inteligencia y estrategia: “por eso es el Rey de los Deportes”, repetía.

Y no solo eso. Se iba al vecino país del norte, a otras partes de México o a Centroamérica, para disfrutar de las Grandes Ligas, la Liga Mexicana o la Serie del Caribe. “Para eso es el dinero”, decía.

Asimismo, le gustaba la literatura en general, pero disfrutaba sobremanera de la poesía en particular.

Culto y prolijo, le gustaba la poesía dura, fuerte (no cursilerías, arguía) y admiraba a los poetas malditos, Baudelaire y Rimbaud; también a los mexicanos Efraín Huerta, José Gorostiza y Octavio Paz; al peruano César Vallejo y al estadounidense Edgar Allan Poe. Pero no rehuía de la poesía sencilla e íntima del gran Jaime Sabines y del uruguayo Mario Benedetti (“esos no son cursis, saben del amor”, sostenía). Era un deleite escucharlo.

Hace 11 años, cuando todavía tomaba, me invitó a una noche bohemia en su despacho con otras personas, entre ellas el perspicaz periodista de agudo intelecto y también adepto a la poesía, Roberto Ramírez Chávez.

Güisqui en mano, Carlos Sánchez Ferrusca, extasiado y bullente, declamaba los versos de “El Cuervo”, de Poe:

Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es -dije musitando- un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”
¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.
Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más.” (etc.)


Y ya en la madrugada, recuerdo que cerró con “Los Heraldos Negros”, de Vallejo:

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!


Sí, Carlos, hay golpes en la vida tan fuertes. Descansa en paz.

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